Cruzando
el charco
Dejé mi amor en Buenos Aires.
No me tentaron las playas doradas
ni las aguas calipso del Caribe;
las mareas turquesas de peces centelleantes
ofuscaron mis pies,
porque palpé sus huracanes
y constaté sus tiburones.
No me asombraron los museos
con cuadros de pintores medievales,
cincuenta veces restaurados,
ni me sedujeron las Plazas
para comprar postales
de cemento, de piedra o argamasa,
porque el orden es indistinto.
Las altas cumbres eran frías.
Las grutas, hostiles.
Los bares de ciudad calientes
son los bares del tedio vendido en
soledad
por los desencontrados.
Ya sabés:
El gusto del café es igual en todas
partes.
En La Biela, Los Ángeles, Florencia.
Una nube de smog nos está rodeando.
La radio local comunica
que hay piquetes en el Congreso
y atracos en la calle
a plena luz del día.
Resignación.
El tránsito es caótico.
Paciencia.
El fútbol que se juega en las
corporaciones
grita ole y olé.
Los espectadores aplauden
sus quebrados designios
de goles con bullente algarabía.
¡Qué pena!
Las denuncias de corrupción
y la sonrisa de las azafatas
son idénticas a las que dejé
antes de partir de casa.
Las mujerzuelas retintas de paja,
cortadas con tijera en papel molde,
con ridículos globos en el pecho,
ofrecen sus servicios de alta
prostitución
en la televisión abierta.
Mi memoria evoca el olor
acidulado y pútrido
del perenne Riachuelo
y se estremece.
El avión está por aterrizar en Ezeiza.
Ecco.
Por fin.
Por fin... llegué al Paraíso.
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