Improvisaciones
“Sigo al
humo como una ruta propia”
Fernando
Pessoa, Álvaro de Campos. Tabaquería.
“Sigo al
humo como una fruta propia”
Versión
personal.
Solo escribo cuando tengo algo que
decir,
generalmente, no se me ocurre gran
cosa.
Aunque algunos dicen que escribo
demasiado,
que suelto mi sangre atropellando las
letras,
y ruegan que me cuide. No es bueno
querer tener siempre la última
palabra.
Me puedo quedar callada,
pero,
¿para qué?
¿para qué quedarme callada?
¿o para qué decir?
¿para qué estar?
¿Cómo definir con palabras lo inasible
existencial?
2
Uno a veces no sabe a qué atenerse.
Estamos en un mundo donde todo Cristo
tiene algo que decir.
Pero claro, nadie dice nada,
porque nada puede ser dicho.
Ya todo fue dicho.
Entonces, la Naturaleza ofrece
sin sorna construir
un entorno,
un entorno diverso,
importante,
no más Nada.
Un zoo universal donde estar vivos,
para tal vez morir de ser gentes
cargando nuestros féretros,
deletreando a gritos
la inscripción modélica,
presintiendo el secreto hemisferio
tras inaugurar un ritual fulgurante
y relicto
después del fuego.
3
De pronto la razón se transforma
en verdad inmediata,
en un práctica sin sentido,
donde el conocimiento del ser humano,
es lo baladí,
una decadencia inmemorial,
sin usos ni costumbre.
Un conjunto de fuerzas
en medio de ese escenario
puede determinar con
un excesivo rigor,
deshacer el pensamiento
por las atenciones que estamos
recibiendo.
Los dones y el registro que nos limita
nos llevan a la verdad,
apartándonse de la locura,
dibujando un círculo de miseria,
un envoltorio.
Es como una realidad concreta
en una tierra baldía, infiltrada de poesía ajena,
en la cual
profundizar la negatividad;
casi una obligación,
una enfermedad de la cabeza
para unos
y un elixir confiado o confinado para
otros.
Una confrontación irreparable
entre el sí o el no,
el
poso que uno creería encontrar
en una operación de resta,
de las que desvinculan
curiosamente
las ceremonias que hemos vivido
de las extrañas peripecias
que nos faltan por vivir.
4.
Las relaciones humanas
son absolutamente humanas,
cuando son impredecibles.
La conmiseración
será una manera de destruir
al mentecato
el día en el que sufrimiento rodee
al vacío,
pero lo rodee con felicidad.
Porque felicidad también es
sufrimiento
en un mundo
que nos convierte en culpables
por ser felices.
Ahí donde deviene necesario
un compromiso locuaz
con la dialéctica.
Se nos exige un certificado,
una especie de promesa,
sin pronunciar palabra,
en silencio
liberado a su destino,
una falla, un suceso,
una blasfemia detrás.
Estamos desconformes con el origen
aunque no sepamos si hay un origen,
sin embargo, en la redondez del tiempo
y del espacio
decimos: no volveremos a beber
dos veces las aguas del mismo río.
La razón se inclina
y el corazón se contraría;
¡cuánto nos angustia ese no beber
del líquido tangible!
Lo sustituye una decoración familiar.
Una decoración familiar
que termina siendo ficticia
o quizá monstruosa,
nos introduce en un círculo
de orden,
de mandamientos que debemos
acatar como anatema.
Vamos provistos por completo
de movimientos impecables,
paradójicos,
en un reposo de la oportunidad
donde el alma se sobrecoge
ante las brasas
del otro lado, -el lado oscuro,
el lado ígneo-,
cuando nuestra pasión reina en el
vacío,
siguiendo esos principios que
olvidamos.
Esos principios
que forman parte de nuestra
existencia,
que ahora parece no tenernos a su
vera,
subrayando soez la acción moral,
esa cosa heredada por los
reformadores.
En ninguna parte,
excepto en las novelas,
hemos visto una adoración más
insensata
a la buena fe,
a la bonhomía,
y puede que el mundo sea esto
y haya reuniones que transcurran
en la falta de ensamblaje
del descontento global.
Recordamos el papel
de visitantes que nos ha tocado.
Recordamos, por fin,
como hemos de ceñirnos
a una forma de gueto,
a una estima innecesaria,
a un espíritu indomable
despertado de su reminiscencia
que se ahoga,
como una secreción,
como una segregación religiosa.
¡Adiós
Estévez!
A Dios.