¿Dónde
estás?
Voy turbulenta y segura
metida en tu cuerpo de chacal,
la atmósfera me abrasa
efusivamente.
Me derrito igual que una estalactita
de la gruta;
esterilizada y prodigiosa.
Por la mañana siguiente,
los ruidos de los vendedores
ambulantes
me desvelan
y recupero la confusión
de no saber dónde estás,
si es que estás.
Es un desagradable estado
(como el aliento fétido
después de una fiesta y su resaca).
Con el correr de las horas,
cruzando de calle a calle,
bajo la fría neblina
redescubro al enmascarado
debajo de la capucha luctuosa.
Vuelve un rostro a yacer a mi lado.
Tal vez no sea uno,
sino dos, sino tres,
sino diez...
pero eternamente
uno con el mismo rostro.
¡Qué triste es buscar señales
admonitorias en el tiempo
que nos enfrenten con esa otra
cara-cruz
que nos pertenece!
Rechazo la coartada universal,
decía El comandante.
Escribo desde mi desmemoria,
evocando el poema que hace tantos siglos
recordara un belga en París.
Una idea vaga.
Una agitación reconocible en la
distancia.
La misma lluvia
que antaño nos diluviara
bajo las arcas
que guardaban las Tablas de la Ley,
el maná y la vara de Aarón.
¿Hubo amor?
¿Habrá amor?
Ignorando pasados y futuros
el arroyo de la duda.
¡Ay! ¡Ay!
Hay amor
en los desencuentros.
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